Al ojo que sabe obsevar
Es a fuerza de observación y reflexión que uno encuentra un camino.
Claude Monet
Disminuí la velocidad para detener mi camioneta, el semáforo había cambiado a
rojo. Un rojo alertador, inconfundible entre la oscuridad que sabe bien cuándo esfumarse,
o cuando hacer su acto de presencia, con la precisión de aquellos relojes que todos
conocemos ni un minuto antes, ni un minuto después. Pues bien, hablando de tiempo yo
disponía de alguno por esa breve pausa reglamentaria, así que me recargué cómodamente
en mi asiento, relajé la espalda, eché los hombros hacia atrás, destensé las manos y las dejé
caer suavemente sobre el volante, giré la cabeza y exhalé despacio, mientras veía qué tanto
podía averiguar de lo que pasaba allá afuera. Mera curiosidad, siempre me ha gustado
observar. Y fue así como, entre toda esa oscuridad difuminada en tanta luz artificial, que
todas esas siluetas y bultos transeúntes súbitamente tuvieron rostro y semblante muy bien
definido; expresiones de ajetreo, cansancio o alivio por estar en el último trayecto de
regreso a casa. Curioso. Esos desconocidos y yo ya teníamos sentimientos en común.
En ese descubrimiento estaba mientras el semáforo cambiaba a la otra tonalidad más
verde y permisiva cuando pude distinguir a una joven de aspecto discreto, casi
imperceptible, excepto por el artefacto que sostenía firmemente entre sus manos. Tal
timidez contrastaba con la osadía de pararse en medio del tráfico nocturno para tomar
fotografías. Ella ya tenía mi atención.
1Estaba sobre una banqueta grisácea semicircular, cubierta de miles de esos
diminutos fragmentos cristalinos que tiene el concreto. Era como si estuviera poniéndose a
salvo del mar de rugientes vehículos automotores, refugiada en una pequeñísima isla
semidesierta, cohabitada únicamente por un muchacho tragafuego, un vendedor de rosas
azules y ella, por supuesto, con su cámara.
Su determinación era casi estoica, y su precisión cual la de un cazador
imperturbable, lanzando disparo tras disparo, de cuando en cuando revisando que el
resultado fuera el esperado.
Dejé de observarla y volteé para descubrir qué pudiera estar retratando con tanta
dedicación. No pude evitarlo. Fue demasiada curiosidad.
Entonces, yo también lo vi. Apenas un atisbo, pero lo vi.
Verde esmeralda. El semáforo cambió. Empecé a avanzar, pero alcancé a ver que la
muchacha también se iba. La sonrisa la delató. Había tenido éxito en su búsqueda.
Esa joven sin proponérselo me dejó el indicio de algo que tendría que aprender a
hacer muy mío, si quería volverlo a ver. Algo parecido a lo que le sucede a los mineros,
que no se rinden hasta llegar a lo más profundo de la tierra por el preciado metal.
La belleza como el oro también se oculta, en las profundidades de todo lo que
vemos, esperando a que la encuentren. No se revela fácilmente, sino solamente al ojo, al
ojo que sabe observar.